Domingo monstruosamente domingo.

Sí, así tal cual. Una secuencia repetitiva de emociones todos los ineficientes domingos a esta hora y ver como la libertad se acaba y nada puede detenerlo, una caída en picada de todas las buenas simpatías, un auge espeluznante de ironías violentas y otro séquito de puteadas que no bastan para describir cuán grande es la bronca y la angustia que encierran estas horas de domingo cada domingo de cada semana desde hace un mes. Y este poco valor para enfrentar el lunes más que la resignación al reloj, al frío, al sueño y a la injusticia, al desenfreno de sutiles estupideces, a la veloz y rebelde sensación de que no queda otra, no hay por el momento nada mejor, el límite que se cruza de las ganas al inmenso golpe en la cara cuando suena la alarma, la agotadora y realista sensación (nada de subjetividades pelotudas) de saber que faltan horas y horas y la peor, la peor de todas, la más angustiante, la que mete más presión, la que deja mis entusiasmos en la cama, la que acapara mis voluntadas al té de seis, la más resignada de todas las ideas, la que más daño hace: no saber cuando acabará.

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