Una esquina

Ya no quiero ser un anormaL.


Explotó el 126 en la esquina de San Juan y Urquiza. Voló por los aires en pedacitos con el estruendo haciendo eco hasta La Rioja, estrellándose en la boca del subte. Salí caminando, un poco atontada, pero sumamente fastidiosa porque qué engorroso todo esto. ¿Adónde iba? Tenía que llegar ahí a las seis. Mi ropa estaba un poco estropeada, llena de polvo, muchísimo polvo y mientras miraba sorprendida cómo se me había arruinado la campera me agarró del tobillo una mano ensangrentada. Recuerdo que me generó mucho desagrado y la patié (cuanto más lejos mejor). Busqué mi mochila negra entre los gritos desesperados de los pasajeros casi muertos (ay, por qué no se callarán de una vez) y maldiciendo las sirenas que me hacían acordar a algo... no sabía bien a qué... seguí buscando. Pero no había tiempo, tenía que llegar a las seis. 'Piba, ¿estás bien?' me preguntó el comerciante rubio del negocio de maderas. 'Sí, obvio', le contesté. El iluso parecía casi preocupado, quizás no sabía que yo era inmortal en la indiferencia y en la despreocupación me hacía más grande, más invencible aún. Quise cruzar San Juan a toda velocidad dejando atrás el humo, el ruido, los espectadores y los muertos, pero no. Habían cerrado la calle y unos locos con guardapolvo insistían en tocarme ¡pero yo no tenía tiempo! Los esquivé finteando con la memoria de un deporte pasado, pero ellos eran muy perseverantes y me atraparon. Bueno, pensé, me preguntarán alguna cosa sin importancia o me enseñarán algo... parecen maestros que están de paro. Me sentaron en la camioneta y de pronto me llenaron de cables, muy insidiosamente me alumbraron con una linternita y casi que me dejan ciega. Me dijeron que no me mueva y se fueron. Pero qué incordiosos, susurré. Igualmente no me podía quejar, estaba un poco mareada así que me venía bien quedarme sentada... tenía que llegar a las seis... Apareció uno de los de guardapolvo frente a mi y brillaba con un haz de luz verde.
Todo cobró sentido y empecé a transpirar, creo que me desmayé y después dejé de respirar. Ya no era todo indiferencia y despreocupación: ahora yo sentía amor y luchaba entre pulsiones y sangre por inhalar. Qué desastre, pensé, mi mochila con la explicación quedó descansando sobre San Juan, perdida, esperando que resucitada, vaya a buscarla y llegué allá a las seis.



¿De qué sirve ser inmortal?
Si no se puede morir de amor.

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