Tom

Me suelo enamorar de algún personaje de la serie de turno que me deja sin dormir por unos días. La fantasía que genera la ficción es de un poder invaluable para aquellos que caemos a su merced. Quizás la barba a medio crecer e, indudablemente, los anteojos y su aire intelectual. Claro, y esa fuerza, ese valor que atraviesa la pantalla.


Soñé algún día con abandonar la Ciudad, dejar el humo, el asfalto y la suciedad atrás por un paisaje de montañas, nieve y cabañas. Con los años fui aprendiendo que la adrenalina de los traumas vividos pasivos se transforman solamente pasando a un rol activo. Y no hallaría esa chance en otro lugar. El peligro, los riesgos. La oportunidad. Ello también está en la Capital. Quizás una casa de fin de semana allá en las sierras sería una vía de escape cual helicóptero del 2001 para cuando el mundo y la gente asfixien, demanden y agobien; el combo saludable de una estufa, un perro amigo y un libro en sillón junto a la ventana me darían ese aire. 
Me gusta la gente que genera ese aire tanto como no me gustan las cucarachas. 
La calle dejaría de ser hostil e impredecible si tan sólo se pudiera tener el control de algo. El miedo tal vez no apagado, pero sí dominado. 
Me gusta, decía, la gente que comparte los silencios, que no tiene pasaportes ocultos en el suelo.
La fantasía y el desafio de elegir a quién ver con una venda en los ojos propios y a quién observar, así, tal cual y sin velo.

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