Vilma cocina fideos con manteca un noche de verano mientras las luces sobre el balcón titilan y proyectan sombras en los muebles. No tiene queso pero aún así le parece una gran cena de jueves por la noche. Escucha Serú Giran y fuma cigarrillos mentolados. 
Ezequiel barre el polvo de su habitación, del comedor, del cerebro y del corazón. Grita hacia adentro escuchando Foo Fighters, descubre la nueva vida después de renunciar a su trabajo y mira a la incertidumbre de frente reflejada en su ventanal.
Su ventanal enfrentado al edificio de al lado da de lleno al balcón de Vilma donde mira sin ver las luces titilantes, las plantas recién regadas y las sombras intermitentes de algo similar a una biblioteca. 
En sus mundos de jóvenes adultos se preguntan,, allá en lo profundo, ¿qué será tener un hogar? Una casa con patio y árboles, un departamento luminoso con vista a la ciudad, muebles hermosos y artículos de decoración, aroma a bizcochuelo de vainilla o a salsa de tomate, estar solo, estar con alguien, tener hijes o tener mascotas, vistas al mar, a la montaña o a la pared del departamento de enfrente, ¿qué será? 
¿Qué será disfrutar de una profesión? ¿Qué será la seguridad personal, el autoestima, la paz mental? 

Vilma y Ezequiel no lo saben y sin embargo añoran el sonido de su risa, el olor de su perfume, el ruido de la puerta cuando entraba a la casa, los debates al infinito, leer y mirar películas los domingos; añoran aquello de personas distintas y tal vez eso era el hogar. Aunque también lo son sus dos ambientes a medio amoblar, los libros y los discos, la guitarra y el wok para cocinar, los parlantes bien grandes, los cactus y las suculentas verdes y brillantes, las noches con amigues, mirar los aviones pasar desde su balcón, imaginar hacia dónde va y sacar un pasaje mental. 

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