Quise dormirme en la agonía que me deja la falopa.


A veces no tengo ganas, ¿sabés? A veces no puedo, a veces me pesa. No sé exactamente qué, pero me pesa en la espalda, en todo el cuerpo, en lo más hondo del pecho. Me pesa y me ahoga, me tienta a los más poderosos encierros, me anula los anhelos, los sueños y los afectos.
Y no puedo luchar, no me sale ganarle al vacío existencial, me descola por disruptivo, por acérrimo infeliz paralizante y me altera los límites mentales, los corre un poco más allá acercándome al autoflagelo, a las miserias más profundas de mi laberinto mental.
¿Cómo hacer? Me quiero borrar. Desaparecer de las escenas, dejar la mochila en la vereda, ahuecarme el alma gris y no decidir nunca más sobre nada. Ni trabajar, ni estudiar, ni ser ningún rol, ni gracia ni perdón, ni odio ni dolor. Y tal es el nudo y la limitación que pierdo el hilo conductor: un ovillo complicado, no sé qué de lo que me pasó ni sé qué quiero que pase; y adónde voy a ir si el dilema lo llevo adentro del cuerpo. Sabes, los años y los daños, sabes: no hay salida, no se puede escapar.
Y de dónde vas a sacar esta vez el brillo y el color, el calor y el sabor para hacer esto una vez más, para intentar flotar si la última vez nos agotó, la última vez me vació, prácticamente, quedó sólo el pasto quemado después de la deforestación. Quizás me saquen sangre y en la sangre el enfermo gen de la autodestrucción, quizás me saquen tanto que no quede nada, salvo los restos masacrados de algo que pude ser.

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