Oh, llevame de nuevo al comienzo.



Lights will guide you home
      And ignite your bones
           And I will try to fix you  

 

Había una vez un hombre que llegó sin alardear, se presentó y de pronto demostró su ironía, su sutileza, su sarcasmo. Y creí que era un imbécil. Me cayó mal su altanería, su mal genio y su falta de amabilidad. No daba opción, no me dejaba elegir, tenía un buen argumento preparado para justificar su decisión. Aunque para mí, fueron de las mejor excusas que escuché. 
  El tiempo voló: los días se sucedían sin permiso, las semanas se apuraban en llegar y los meses llenos de ansiedad querían terminar con aquella agonía que hoy no será detallada. Mientras, yo prestaba mis oídos a los consejos más estúpidos, recibía los abrazos más hipócritas en poco tiempo, y brindaba como un libro, mi corazón para que me entendieran. Y cuando me di cuenta de lo que realmente había recibido me sentí el ser más desdichado y repleto de soledad. Había a mí alrededor decenas y decenas de personas y ninguna me comprendía. Ni siquiera me aceptaba. 
 Entonces él empezó a jugar. Salió a la luz la más sincera amabilidad que jamás había conocido, la más paciente mirada que jamás me había penetrado. La más dulce sensación de aprecio que había olvidado, el cariño que ya no sentía en ningún recoveco de mi alma. 
 Me enseñó a ver el mundo de otra manera, me explicó que las personas se atraen entre sí de acuerdo a sus valores. Que la honestidad es algo muy utópico cuando se dice no depender de las circunstancias. Supo escucharme, entenderme, desde el lado más objetivo y más humilde y honesto. Me brindó sus palabras, sus reflexiones, creyó en mí y me ayudó a seguir.
 Así, a toda velocidad, no él, sino el tiempo me explicó que las primeras impresiones están predispuestas a fallar y dependen de cómo uno se encuentre en esas circunstancias. Aprendí de la forma más práctica el dolor que provocan las decepciones, la angustia que provocan las ausencias y, a su vez, la calma que brindan ciertas personas. Entendí de una vez, que no todos tenemos los mismos valores, que no todos tienen los mismos principios, y que en el mundo de hoy existen pocas cosas que son siempre firmes.
 Y entonces descubrí al verdadero hombre que se ocultaba tras la careta de imbécil: ese amable, bondadoso, que sabe escuchar (como pocos) y que es real desde cada connotación de la palabra.
 Así, el irónico, sarcástico, sutil y altanero, que era uno más del montón despreciable se convirtió hoy, no en uno más de ese montón (hoy un poco menos despreciado), sino en una de las pocas personas que realmente respeto en mi vida. El respeto no es algo que se tiene de innato, es algo que se construye y que se forma. Y él supo ganarse el mío desde su humilde y (para muchos) insignificante lugar.


 Desde hoy, y mirando hacia atrás me doy cuenta de su importancia en mi vida. Logró que el cuento más inverosímil que yo quería vivir se hiciera realidad. Es que ‘había una vez un hombre...” al que valoré y respeté como a ninguno.



Tú llegaste y me liberaste                 

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