Sin botas ni paraguas

(¡Primicia! ¡Primicia! Gritaban los vendedores de entradas del blog en aquella noche lluviosa. Desde la Capital Federal hasta su casa, le gritaban ¡primicia! al muchacho de nombre cambiado.)

Es mucho más fácil esperar a que deje de llover que sacar toda la ropa de la soga. Mirando al cielo con desconfianza, como tantos otros, por motivos distintos, con miradas cargadas.
Y él mismo, sé ahora, contuvo una carcajada amistosa. Porque finalmente llovió todo el día, las sábanas, el toallón, las tollas y el jean quedaron sumergidos en la bruma de este asqueroso efecto invernadero. Sigo apostando a que quizás mañana deje de llover. Porque ahora, qué sentido tiene si ya todo está mojado. 

Quizás deba definir si soy quien escribe o quien protagoniza la historia de esta vida, cruzada con otras vidas. Enfrascada en uno de los mágicos beneficios de la tecnología, leo a Rowling en pdf desde el celular. Estoy tan ajena al mundo que el viaje en el 132 pasa a toda velocidad. 
La 9 de julio está tan ajena al resto de los habitantes que la transitamos cada mil años que no distinguen en nosotros la expresión de sorpresa en tantos vehículos, tantas personas de traje y un llamado místico hacia la vocación cuando alguien al lado mío susurra por teléfono...

Esquivo los bosques voladores como Román esquivaba rivales. 
La humedad hace en mi cabeza lo que Carlitos le hizo a este país en los 90.
Lo que la corrupción le hizo a este país desde siempre.
Lo que los trabajos prácticos grupales le hacen a la paciencia.
Lo que la burocracia le hace al incentivo.
Lo que el no-aguinaldo masacra indiscriminadamente mi mitad de año.

Y aún así, sin ningún dejo trágico, aquí estamos. Sospechando de las elecciones propias (y nacionales), de los zapatos hasta la cama, de la cama hasta su cara, la inútil representación absurda e incontrolable de poner allí nuestra mirada perspicaz, el cabello revuelto, el rimel en las pestañas y las uñas prolijamente pintadas. Evitando masacrar emociones no correspondidas, caprichos adolescentes de un cuerpo más bonito. 

Libertad de mirar pasajes en Aerolíneas o en Lan. 
Libertad de quizás levantar el pulgar.

Libertad de ver las cartas del mazo, las cartas sobre la mesa y elegir cómo y con quién jugar.

Esa sensación fue sonrisa eterna.

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