Un compromiso.


De pronto le surgió un compromiso, uno muy importante al que no podía faltar. Se levantó, avisó a los presentes que en un rato regresaba, intentando que su voz sonará lo más normal posible sin que un atisbo de su agraviado interior se hiciera notorio y arruinara toda la farsa. Era imprescindible que lograse salir de ahí. Debía encontrar la forma de escapar de aquella estándar reunión pero que le sentaba tan mal. Todas sus ideas se basaban en una excusa, la del compromiso impostergable, y esa tenía todas las fichas. Necesariamente tenía que funcionar. Al fin, después de todo el circo del “hasta luego”, logró incorporarse, evitando que el temblor de sus piernas se hiciera evidente, y disfrazando su rostro con la útil máscara de la despreocupación. Caminó y cuando dejó a su espalda a todo el irónico grupo que en conjunto le provocaba tanto daño, cuando ellos estaban detrás suyo, tiró todo el encanto falso al pasto y dejó que su cara se embriagara de su propia naturaleza. No tenía sentido seguir caminando con el funcional antifaz de la normalidad cuando no había espectadores conocidos (lo cual era un estupendo alivio). Consiguió mantener un paso gradual y no salir corriendo, dando la impresión de que existía un lugar predestinado para su marcha. Anduvo unos cuantos pasos hasta casi la esquina bien provista de gente y automóviles y esperó impacientemente a poder cruzar la calle. Mientras tanto, sin que ella los viera, atrás suyo continuaban con su vida dos apreciados conocidos, que la miraban sin nerviosismo. A su vez, el semáforo cambió de color, y ella rápidamente comenzó a atravesar la calle. Surgido de la nada misma, todo sucedió a la velocidad del sonido. Un auto, un grito y un paso hacia atrás. Su vida en una milésima de segundo, un estrenduoso bocinazo, sus reflejos en plenitud de su manifestación, y una persona que vociferó su nombre con la voz cargada de desasosiego. Todo al mismo tiempo. Y con la misma velocidad con que sucedió, regresó la calma. Se atrevió a echar un vistazo atrás y con la mirada cargada de agradecimiento, y esperando que no se hubiesen dado cuenta de lo cerca que le pasaron las ruedas. Funcionó. Inventó una sonrisa natural, una risa de alivio y siguió. Caminó en dirección al “compromiso impostergable” con evidente lentitud e indudable ausencia mental del mundo que surcaba. Su cabeza estaba divagando en el impenetrable planeta de su cerebro con elevada rapidez pasando de una idea a otra, uniendo una relación con otra, atrapada en su propio mundo simbólico y sin ganas de salir de allí. Una imagen sucedía a otra continuamente si detenerse más que lo indispensable para articularla con la siguiente. Sin noción del tiempo, sus pies la guiaban por donde mejor podían, mientras su total atención se fijaba en el infinito paralelo que tenía lugar en su cerebro. Indagaba cuestiones generales pero desde ópticas particulares. Si cualquiera hubiese prestado cuidado a su expresión, probablemente habría adivinado. Se devanaba los sesos buscando la razón de su aislamiento reciente entre aquellas personas, de su creciente indignación para con todos ellos, tratando de no caer en su subjetividad total y acusarlos de idiotas e hipócritas. Además, cada uno de los cuestionamientos traía con sí una dosis magnificada de sensaciones. Entre ellas se identificaban la desvaloración, la presión sofocante, la angustia, la tristeza, entre las más descriptibles. Se sentía en medio de un cóctel donde esas mismas sensaciones eran los ingredientes. Algo avivaba el fuego y no podía determinar qué era. Como si no siguiera una cantidad razonable se aumentaba constantemente la proporción de los componentes. Crecía y ardía, humeaba y quemaba dentro suyo, dentro de su piel, amotinado en su cabeza, propagándose por su cuerpo hasta llegar al pecho. Seguía caminando sin ningún sendero, hacia ningún lugar, apenas dándole importancia a lo que sucedía a su alrededor. Daba vueltas manzana, cruzaba, volvía, proseguía, todo sin el mero conocimiento de lo que hacía. Y nuevamente, cometió el mismo error. No es bueno vivir en un mundo paralelo cuando el carnal es tan peligroso. No es bueno caminar por un mundo material cuando tu cabeza presta atención al mundo mental. Ésta vez no había conocidos, no había héroes. Había autos y no había semáforos. Lo vio acercarse en cámara lenta pero sus reflejos fallaron. Su cabeza se paralizó un momento, antes del quiebre y caída de su cuerpo, todo sucumbió a lo lejos, pero en su cerebro algo volvió a funcionar. Percibió gritos desconocidos, creyó ver sombras de cuerpos a su alrededor, el tiempo no existió y escuchó una sirena en algún momento. Dejó de sentir, pero, cuando la sensación regresó, se percató de que estaba acostada en algo mullido, pero que todas sus extremidades aullaban de dolor, que todos sus poros se quejaban a gritos, que cada milímetro de su piel rugía, que todos y cada uno de sus huesos colapsaban medio rotos en medio de sus hinchados músculos. Tuvo tiempo de recordar qué le había sucedido, pero su memoria sólo llegó al momento de caminar sin rumbo y la pócima y sus ingredientes, y no alcanzó a averiguar porqué lo había hecho ni dónde había estado antes, lo cual le ahorró dosis de juzgamientos y a su vez culpa, de más angustia y una insoportable pena. De pronto, la presión empezó a ceder, alguien había decidido por ella. Su cabeza volvió a funcionar, ésta vez con calma. Sin sentir dolor, material o inmaterial, corporal o espiritual, dejó a un lado todas las anteriores preocupaciones, las demás indagaciones. Consideró y aprobó lo siguiente, mientras su mente se extendía al compromiso impostergable de la libertad: Piensa un epitafio, arma un testamento, vuela muy alto hasta llegar al cielo.

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