Una coca en el freezer, cada vez más fría .



Somos la a u s e n t e eternidad.






[ decime vos qué somos ]















{la sensación de que todo volverá}







( somos instantes del a m o r y cada grano de d o l o r )










Caminaba bajo los copos de nieve del invierno, pisando el pasto teñido de blanco, abrigándose con su campera. Andaba por la calle, en esas noches oscuras y tranquilas, memoriosas y eternas. Con la mente ida, el cuerpo insensible y su corazón anestesiado e inerte. Quizás entablara una mirada con un hermoso desconocido, hermoso, por ese hermoso título de desconocido. Pretender pasar desapercibida no era algo que le resulte del todo bien. Daba vueltas perdida en la ciudad nocturna sin fijarse en el resto de los seres que estaban acostumbrados a la penumbra. Había sido un largo día, una larga semana, un largo mes, un largo cuatrimestre. Cargaba sobre su espalda el peso de los títulos familiares, el peso de las obligaciones pertinentes, el peso de su conciencia, y el desastre de sus deseos. Habituada a dormir mal, sus sueños, en ambos sentidos, se estaban truncando, y la estaban destrozando. De día soñaba cosas reales, cosas posibles. De noche la esperaban unas pocas horas de agitación, angustia y temor. Su inconciente le jugaba de las peores apuestas. Y siempre ganaba. Esa mañana, decidida a ya no dormir más, decidió salir. Con el pronóstico de la inusual nevada, improvisó una buena excusa, y dio por terminado su día como la mayoría lo conocía. Sin consejo que sirviera, las calles acompañaban el resto de su notable ausencia. Tenía la mirada perdida, perdida acá, pero acertada allá.

Entre el cielo y el infierno, cruzaba las veredas, siguiendo el hilo zigzagueante de sus ideas. Evitando lo evitable, comprando lo razonable y escondiendo lo real. Poniendo cara de circunstancia. Los demás transeúntes no reparaban en su presencia, y viceversa. Siguió, se adentró en la oscuridad, divagante naturalmente, y se imbuyó a lo desconocido. Esa sensación de no ser observado. Esa sensación de libertad ilimitada.

Pero casi nada es eterno en este mundo material. Ni siquiera lo inmaterial. Una persona, parada a su costado izquierdo le llamó la atención. Un hombre, con cierto parecido a un indigente, de unos treinta y tantos años, de pelo y ojos negros, penetrantes e hipnotizantes, cerca del metro setenta, y una contextura trabajada, clavó la mirada en su espalda. De reojo percibió el exhaustivo examen que le hacía aquel hombre. Se animó a voltearse y sus ojos se encontraron en la noche, cargados de curiosidad, con cierta precaución y un inquietante y perturbador recelo. El planeta dejó de girar durante ese momento, hasta que retomó el sentido de su órbita. Los relojes se detuvieron en un instante, hasta que ambos reaccionaron. Un dialogo mudo incitó al hombre a acercarse. La muchacha retrocedió unos pasos con temor. Y el indigente frenó. -¿Quién eres? –le pregunto pausadamente.

-No lo sé -respondió él, como si eso le devolviera a sus neuronas una pregunta más.

-¿Cómo que no lo sabes? ¿No tienes nombre? –No era una respuesta fácil de comprender.

-Quizás sí, o tal vez no. Puede ser que lo haya olvidado. En el mundo perdido no nos conocemos por títulos, sólo nos distinguimos por acciones y actitudes –contestó como si fuese obvio.

-¿De dónde eres?

-Haces preguntas sin importancia.

-Son preguntas que hace todo el mundo –se defendió.

-Entonces fíjate que rumbo está tomando el mundo –le aconsejó el misterioso hombre –ahora es mi turno de hacer preguntas. ¿Qué hace una indefensa señorita caminando sola en una noche tan fría?

-Es que entre la niebla nadie puede reconocerte. Y puedes seguir de largo como si no conocieras a ninguna persona sin tener que frenarte a demostrar tus buenos modales.

-Los modales son detalles, y los detalles hacen a la grandeza, entre otras cosas –replicó.

-Pero yo no soy grande –le contestó ella señalándose el cuerpo –sólo tengo 16 y mi cuerpo no puede soportarlo todo.

-Eres grande a tu modo. Todos somos grandes en algo. Y son unos pocos los que soportan –enfatizó –adecuadamente las presiones.

-Dices muchas cosas, pero eres tú quien está solo y acostumbrado a ello en esta calle lúgubre.

-Tienes razón... Generalmente salgo a mirar.

-¿A mirar qué? –quiso saber la chica.

-Lo que me importa… ¿Quieres que te guíe y te muestre algo especial?

Dudó un momento y luego asintió. Se adentraron nuevamente en sus propios pensamientos, pero esta vez con ánimo de compartirlos.

-Me llevarás a un hermoso lugar, lleno de brillo flotante, con hadas y personas buenas, duendes verdes y árboles grandes seguramente… -Opinó ella.

-Borra la ironía de tu voz, que esa ironía es agresión gratuita.

-Disculpa…

-Sólo ten cuidado de que nadie agredido se de cuenta de la hinchazón de tus ojos y devuelva la burla sobre eso.

-Yo no tengo los ojos hinchados…

-Sí que los tienes. Eres una adolescente que no sale sin una buena razón de su casa después de que haya caído el sol, con los ojos inflamados, las pestañas húmedas, y los labios hinchados.

-Y desde cuándo existen sobre esta tierra seres tan observadores…

-La ausencia del tiempo y la eternidad del mismo conllevan distintas formas de utilizarlo –le explicó el hombre con su voz grave mientras seguían caminando lentamente.

-Tu solito puedes disponer de la eternidad sin límite –le refutó la muchacha no sin enojo.

-Todos tenemos instantes eternos cargados de sensaciones. Esta en nosotros preservarlos o no.

Mientras, continuaban avanzando hacia algún lugar, sobre la nieve y bajo la luna. Cruzaban las calles resbalosas lentamente y sólo tenían atención el uno para el otro.

-¿Y como se hace para olvidar?

-¿Qué quieres olvidar? –preguntó sorprendido.

-La sensación.

-Las sensaciones nunca se olvidan para siempre. Y generalmente suelen repetirse. Las personas nunca hemos aprendido a no volver a cometer el mismo error, y eso produce en el otro una sensación. Esa sensación queda guardada en lo más profundo de nuestra alma y sale a flote cuando la misma persona realiza nuevamente el error. El dolor de la decepción es muy fuerte.

-Es cierto… Nunca he aprendido a dejar de ilusionarme.

-No debes olvidar la sensación… Eso te hace sensible, las personas sensibles pueden ser más pragmáticas.

-Ya me cansé de ceder… –dijo, más para sí que para aquel hombre.

-Es hora de que aprendas a pedir entonces –le explicó aquel desconocido.

-Siempre hay una buena razón del otro lado para hacer mezclar mi pedido con la culpa.

-Que sientas culpa demuestra lo mucho que te importa y manipula a la vez aquella persona. Generalmente nos dejamos manipular por gente a la que le brindamos nuestro corazón entero y nos conoce de pies a cabeza y casi nunca sentimos culpa de alguien que no nos importa.

-La culpa produce dolor –razonó.

-El dolor es un cóctel de sensaciones, de culpa, de sospecha, de traición, de angustia…

-Mi cuerpo es una olla con una poción de burbujeante a punto caramelo…

-Se te nota en los ojos hinchados… -reparó el hombre con una tímida sonrisa en los labios.

-Sólo tú lo has notado… y eso es desalentador…

-Si buscas algo alentador, sólo debes mirar dentro de ti.

-No quiero excavar más en mis emociones –dijo la chica apenada.

-¿Qué te lastimó tanto muchachita? –se preocupó aquel, digamos, adulto que la acompañaba.

-Su ausencia sólo causa dolor. Y su presencia sólo provoca desilusión. La memoria sólo produce incógnitas y angustia, y mi corazón… sólo late –explicó ella, mirándolo fijo.

-Y siente…

-Sí –afirmó, volviendo a mirar el suelo.

-Si es doloroso no tenerlo, desilusionante verlo, y angustiante recordarlo… Algo en él ha fallado.

-¿Por qué en él y no en mi? –cuestionó sorprendida, frenando el avance sobre la acera.

-Porque tu solución sólo sería tenerlo. Si la memoria lastima, es que él ha hecho algo mal. Y tú no lo has podido olvidar. No solemos olvidar los dolores que nos causan los seres queridos. –le explicó él, deteniéndose también.

-Ojalá algún día él confirme todo el pasado… –dijo, retomando el paso.

-Alejandro Dumas escribió “esperar y confiar”… –señaló, acompañando a la joven.

-Ojalá tenga razón… –dijo ella con la voz profunda.

-Menos el tiempo, todo pasa y todo vuelve.

-Yo quiero que esto desaparezca ahora.

-¿A qué te refieres?

-Al dolor. O al amor.

-La ausencia de un amor produce dolor. Pero la ausencia de amor da como resultado una vida sin sentido.

-Me encantaría que nada me importe.

-Entonces, ¿con qué propósito seguirías viva?

-Tienes unas respuestas poco confortantes –refutó refunfuñadamente.

-Disculpa…

-¿Uno pide perdón a la gente que le importa?

-Sí.

-¿Yo te importo?

-Sí –repitió firmemente.

-¿Por qué? –indagó la joven.

-Porque estás caminando aquí a mi lado, sin que te importe mi aspecto, sin que te importe mi título de desconocido, y tener las características de un forajido. Además de mis respuestas. A pesar de todo no te has ido.

-Eres como un combinado entre el ausente que provoca (y daña) tanto, y la ilusión que guarda encerrada mi corazón.

-¿Y qué nos une?

-Que ninguno me ha dicho quién es… no en realidad.

-¿Sólo eso?

-Y ambos me han enseñado muchas cosas…

-¿Pero si él te causa tanto dolor, por qué no alejarte?

-Por la misma razón que me he quedado contigo… Es como “intuición”.

-¿Y qué es lo que intuyes en tanta angustia que te produce? Explicame, porque no comprendo.

-Algo bueno habrá… si alguno bueno hubo, algo bueno volverá ¿no?

-Ojalá… sólo por tu corazón. Pero si te hace tanto mal…

-Yo le hago mal a él –lo interrumpió la muchacha.

-Lo dudo…

-Siempre los problemas nacen de mí…

-Quizás sólo tú tengas “buenas ambiciones”, esas parecidas a la esperanza.

-Tal vez… -replicó, dudando.

-De una forma u otra, ¿por qué no dejas de juntarte con él, si supuestamente se dañan mutuamente? –apuntó, sin intención de dar por finalizado el tema.

-Porque él me importa. Y yo lo quiero. Quizás sea un querer egoísta.

-No creo que tú le hagas mal –reafirmó el hombre.

-Él tampoco lo cree.

-Y tú no quieres creerlo… por más que lo digas.

-Es verdad… Imagínate dañar tal tesoro… –dijo, y la voz se le perdió en la impenetrable oscuridad.

-¿Sabes dónde estamos? –la interrumpió sonriente el desconocido.

-Me resulta conocido…

-Oh, bueno, continúa por favor –le pidió dulcemente.

Siguieron caminando, unos metros más, en silencio, mientras las estrellas estaban en el auge de su esplendor.

-Eres parecido a él… –dijo ella tímidamente.

-¿En qué? –preguntó.

-A mi también me gusta estar con él, y tienes palabras y frases… bueno, especiales, por decir de alguna manera… -titubeó un momento, pero tomó valor y prosiguió –y no creo conocer en profundidad a ninguno.

-Lo tomaré como un halago.

-Esa es la intención.

-Casi hemos llegado…

-¿Dónde estamos? –inquirió.

Esperó unos segundos, y le contestó: -En su casa. La casa de –enfatizó –él.

-Oh… Es cierto… Es que en la noche… ¿Cómo sabes dónde vive?

-Hay tantas cosas que pregunta la gente que verdaderamente no importan…

-Esta bien, esta bien, estoy aprendiendo –se defendió.

-No hay problema.

-¿Y para qué me has traído hasta aquí?

-Esto es sentir que todo puede volver. Tú aprecias mucho el tesoro que esconden estas paredes. Debes intentarlo, sino, luego te sentirás muy mal. Es cierto eso de que uno se arrepiente más de lo que no ha hecho que de lo que sí ha hecho. Además, no estas preparada para borrarlo de tu vida.

-¿Intentar qué?

-Que su ausencia deje de ser perpetua, y logren eternizar la sensación que los une.



Y así, después de haber vagado con aquel desconocido, se adentró pisando las cerámicas que embellecían el piso, para luego, mientras amanecía, sentarse bajo el refugio del alero, a esperar(lo).


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