Vas a despertar.


No se había dado cuenta de la paz que tenía hasta que dejó de tenerla. No se había percatado de la calma que la embargaba hasta que todo volvió al caos de la normalidad. Se encontraba profundamente perdida en una dimensión psíquica que ni los mejores doctores son capaces de describir, de tan extravagantes que resultan sus datos. Nadie que volvía de ese estado era capaz de recordar ni el más mínimo detalle. Sin embargo, ella estaba vagando en una extraviada calma de algún “submundo” de su interior. Todo era paz, en su alrededor flotaban partículas de magia, brillantes, que iluminaban sin dañar los ojos. Las nubes eran terrones de azúcar como en los mejores sueños, que se suspendían en la nada a metros de su cabeza. El sol deslumbraba al atrevido que lo mirase, las flores emanaban un aroma irreconocible e irreproducible, celosas de los humanos que se copiaban de sus fórmulas. De noche, entre toda esa niebla a lo Londres pero sin el sentido lúgubre, las estrellas brillaban en el cielo oscurecido charlando animadamente entre ellas. La Luna dormía apaciblemente reflejándose en el río que corría aquí debajo, a unos pocos metros. Desde el pasto, al sur del primer árbol de la aldea, había una pequeña sierra. Desde lo alto, se podía observar cómo una soga sin comienzo colgaba desde el cielo, con nudos grandes para poder trepar. Era la libertad. La libertad de entrar a conocer otros mundos, sin ambición, sólo existía la imaginación. En la superficie, el césped se abrigaba del frío rocío para no temblar. Los árboles, clandestinos de otras tierras, caminaban pausadamente poniendo orden y refugiando a las aves para que al alba canten sus melodías. Las piedras hacían lucha de payana entre sí mismas, sobre la arena que les servía de colchón. Todo transcurría en la más perfecta calma.


Apoyada en el tronco de un árbol jovencito que no tenía ganas de moverse, una mujercita respiraba apaciguadamente. Con la espalda encorvada, la cabeza pendiendo del cuello y las piernas extendidas, reposaba sosegadamente. Oía a lo lejos el sonido del amanecer y en su memoria reciente acababa de guardar los ecos de la noche con sus misterios felices, con sus sombras bondadosas. En pleno estado de hipnosis dormía serenamente, descansado como nunca antes en su vida. No existía nada más, salvo el mundo en que se encontraba, con sus detalles asombrosos. Solamente gozaba de las emociones en dicho paraíso. El resto era enteramente superfluo.


Pero, hasta los mejores mundos se quiebran, se rasgan, se cortan. Se acaban.


En algún lugar del planeta Tierra, entre tanto bullicio innecesario, una máquina del nuevo siglo cambiaba el ritmo de su sonido. Era más rápido, más constante, pero cauteloso e inseguro.


La joven que reposaba contra el árbol estaba teniendo una pesadilla. Algo en su interior perdía la paz conseguida. Las motas mágicas que flotaban iban perdiendo brillo, las nubes iban perdiendo su dulzura, los árboles dejaban de caminar, las piedras dejaban de jugar. Algo estaba cambiando.



Desde el cuarto 114 del séptimo piso, la máquina chillaba descontroladamente. Los señores y las señoras vestidas de blanco entraban apresuradamente a la habitación. Otras personas vestidas de civil de atrincheraban en la ventana preocupadas, para mirar. Fueron unos minutos agobiantes. Entonces, un señor alto, con una contextura importante, de unos sesenta y tantos, de pelo gris y mirada segura y penetrante salió. Dio la noticia a las personas de civil, que se miraron largamente entre ellas, y se fueron a sentar a unos mullidos sillones del pasillo, completamente agotadas.



A unos metros, la joven del árbol se sentía aturdida por un estúpido chillido. Consideraba esa molestia totalmente innecesaria. Una luz blanca la enceguecía, y se preguntaba en silencio, qué había sido del dulzón aroma flotante, de las partículas brillantes, de la calma irrompible. Se estaba irritando. No comprendía la razón de haberla sacado sin permiso y repentinamente, de una manera tan poco cortes, de su paraíso. Todo aquello carecía de sentido. El ruido era insoportable, cada reloj, cada bocina, cada gota, resonaba en su cabeza aumentada en mil. Quiso moverse sin llamar la atención, pero sintió que se había hecho daño. Un dolor punzante en el brazo izquierdo. Las gotas caían y sonaban escandalosas. Rompían la armonía. Después de unos segundos, se percató de que tenía los párpados caídos, por lo tanto, no veía nada.


Del otro lado de la puerta, las señoritas vestidas de verde, dialogaban con las personas de civil, que a pesar del cansancio, eran felices. La ausencia que se había prolongado tanto, muy por demás e inesperadamente, había terminado. Al fin, volvía al mundo.



Sin embargo, en la habitación 114 del séptimo piso, la joven, mientras abría los ojos, advirtió que aunque no quisiera era hora de regresar. Al fin estaba comprendiendo todo... Hasta los mejores mundos se quiebran, hasta los mejores mundos se pierden. Hasta los sueños existentes, que viven en pura realidad, hasta esos se quiebran, hasta esos se pierden. Hasta los mejores mundos, que son los mejores sueños, acaban. Terminan.

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